Después de la persecución de Valeriano, los cristianos gozaron durante más de cuarenta años de una paz casi completa. Se levantaron nuevas y más amplias iglesias, y hubo tantas conversiones que el número de cristianos en el Imperio pasó a ser quizás el doble de antes.
El emperador Diocleciano, cuyas reformas políticas dieron al Imperio una nueva faz, aumentando sobre todo en proporciones inusitadas el cuadro de funcionarios, durante casi veinte años dejó en paz a los cristianos. Diocleciano tenia demasiada experiencia en el gobierno para no comprender que en sus tiempos una persecución había de tomar un volumen infinitamente superior a las anteriores. Así fue, en efecto.
La persecución empezó en febrero de 303 con la destrucción de la gran basílica cristiana en la corte imperial de Nicomedia. El obispo Antimo y varios cristianos preeminentes de la corte fueron ejecutados. Al propio tiempo se promulgó el primer edicto para todo el Imperio, seguido a poca distancia por otros. En estas leyes, que en su mayoría conocemos, al menos en sus grandes rasgos, se reasumen todas las anteriores disposiciones que los emperadores habían dictado contra los cristianos. Hasta la prueba del sacrificio idolátrico establecida por Decio fue empleada para desenmascarar a los fieles. De Valeriano se tomó la confiscación de los bienes de la Iglesia. Como detalle nuevo se añadió la confiscación de los bienes muebles, inventarios de las iglesias, cosas de los pobres y sobre todo libros y escritos de toda índole. Sobre este último punto se concentró en los dos primeros años el celo de los funcionarios. Los cristianos que entregaran libros o escritos quedaban exentos de pena, como si hubieran ofrecido un sacrificio. Esto dio pie para nuevos conflictos de conciencia y, después de la persecución, a nuevas disputas, pues los cristianos se reprochaban mutuamente haber entregado los libros o no haberlos defendido bastante. Los registros domiciliarios, destrucciones y otros vejámenes parecían no tener fin. Nos quedan todavía protocolos policíacos del África, en los que se detalla concienzudamente todo lo hallado, desde ánforas para aceite hasta zapatos del vestuario de los servicios benéficos.
Los martirios sangrientos fueron extraordinariamente numerosos. Eusebio cuenta, como testigo de vista, detalles horripilantes de lo presenciado en Palestina y Egipto. La mayoría de los mártires que posteriormente recibieron culto, pertenecen a esta persecución, y en primer lugar los famosos mártires romanos: Sebastián, Pancracio, Inés, Sotero, Proto y Jacinto, Pedro y Marcelino, y muchos otros. Poseemos actas de un grupo de África, Saturnino y sus compañeros, que fueron sorprendidos durante el oficio dominical; Agape, Irene y otras mujeres en Salónica; Ireneo, obispo de Sirmio; un obispo Félix en África, que se negó a entregar los libros; Euplio, diácono de Catania; Fileas, obispo de Tmuis, en Egipto; Claudio, Asterio y compañeros en Cilicia; Julio de Doróstoro, en Misia; Dasio en Mesia; Crispina en África.
Tampoco esta vez las leyes persecutorias fueron aplicadas siempre de un modo uniforme, aunque hubo martirios en todas las regiones del imperio. En gran medida ello dependía de la actitud del corregente encargado de cada parte. Galerio continuó la persecución hasta su muerte, ocurrida en 311, y lo mismo hizo en Oriente Maximino Daya. Majencio que, aun sin ser reconocido por los demás césares, gobernaba en Roma desde 306, no parece haber dictado ninguna condena. Del César encargado de las provincias de la Galia y la Britania, Constancio, cuenta Lactancio que sólo llevó a cabo un simulacro de persecución; sin embargo, conocemos un número bastante importante de mártires precisamente de la Galia. Pero los años peores fueron los primeros, de 303 a 305. Luego se calmaron las cosas en muchos puntos, aunque en Oriente seguían los suplicios. Aún en 311 sufrió el martirio el obispo Pedro de Alejandría.
En dicho año, Galerio, pocos días antes de morir, dictó un edicto de tono muy hostil a los cristianos, pero que de hecho contenía la orden, no sólo de suspender la persecución, sino aun de devolver los bienes, al menos los lugares de culto. Sabemos que, inmediatamente después, Majencio empezó en Roma, a devolver los bienes eclesiásticos al papa Melquíades. Por consiguiente, no es exacto decir sin más ni más que Constantino haya puesto fin a la persecución. De hecho ésta había terminado ya cuando aquél subió al trono. Lo que sí hizo Constantino fue imprimir un giro a la política imperial en el sentido de hacerla favorable a los cristianos, y de conceder a la Iglesia aquella privilegiada situación dentro del Imperio, que excluyó para siempre toda posibilidad de que resucitaran las leyes de persecución. En esta medida tienen razón los escritores cristianos, al ensalzar a Constantino como el verdadero liberador de la Iglesia.